Invitación a la aventura
El amor es una fuerza animal en el mejor y el más maravilloso de los sentidos. Es una fuerza visceral. Tal es el mandamiento que desarrolla y prueba Ana Rosa Bustamante en esta, su poesía. Sus poemas se cargan de fuerza y sensualidad al tiempo de manejar un reservorio de imágenes en la descripción del cuerpo, ya sea el suyo propio o el del ser amado y, en consecuencia, evita así en lo posible el necesario acercamiento que todo trazado exige de su referente inmediato. No es tarea fácil.
Su primer deber es ubicar al lector en el discurso amoroso, en esa “percepción deliciosa de la vida”. Y lo dice en una suerte de ars poética clara y precisa: “Yo quiero hablar ahora de la piel,/ de los besos,/ del deseo,/ de una sombra,/ del amor”. Nuestra naturaleza no puede presentar equívocos.
Para resolver este clamor de vida la poeta recurre a una suerte de bestiario cuya muestra no resulta para nada angelical, sino más bien terrenal. No hay concesiones al respecto. La figura celestial y alada se representa en un “ensañado ángel tenebroso”, a la vez oasis en cuyas zarpas agoniza rasgada desde el cuello hasta los pies. Y a partir de esa descripción se ubica la pasión como ese florecido rincón en el desierto de la paz y tranquilidad cuya aridez sólo conduce hacia el monótono desamparo.
Tantas veces tantas Ana Rosa sindica aquel monocorde gusano a través del tiempo lineal. Mas, en la acera opuesta acecha un otro ejemplar del insectario humano, muy pronto sorprendido in fraganti hozando su rastro “en medio de las huellas de algún destino ignorado y salvaje”. Extraña zoomorfia aquella -y eficaz por cierto- señala a veces a los ojos del amante como pájaros de oscuros plumajes. Su latido y su mirada le hará percibir y pervivir el entorno “algo mejor que una lombriz en el barro”.
No, no somos ángeles. Este amoroso sentir que nos exige transita sobre la piel y a través de la vida y es a ratos un reptil succionando los intestinos o de una cansina sanguijuela escondida en la boca del amado. Pero ella es cierva -nótese, no sierva- y busca su costado tibio para trocarse en rauda gacela en pos de la mejor y más propicia guarida. Hay un reencantamiento del Cantar de los Cantares -texto cuyo título ocupa dentro del libro- para describir a los amantes, ella y él, como sierpe, erizo, sedienta carnívora en busca de la Arcadia, tigres desollados, gato o zorzal o liebre domesticada en su negra boca de loba: puro zoomorfismo.
Pero el amor es también la piedra fundamental y sobre ella se erige el mundo: “Negro peñasco que rompe,/ escóndeme de las manadas,/ quédame tus licores” clama la poeta. Al tiempo de recrear asimismo, y para sí misma, El origen del mundo (L’origine du monde) ese cuadro realizado por Gustave Courbet en 1866, pero esta vez desde una perspectiva femenina.
Ahora, frente a este vita clamavi, el hacerse cargo del título implica también asumir un grito de profundis, desde el fondo del pecho; o más bien a partir de aquel abismo vital desde donde nace su fenomenal clamor. La mujer en sí es, sin pudor ni metáfora, un vaso, un viaje al centro de la tierra: “Los acantilados me llevan/ a una clara profundidad/ me precipito rosa abierta”. Y allí se ubica, en esa “profunda fuente de agotados cuerpos”, el lugar desde el cual su verso emerge, su voz aflora y su grito puro y generoso se hace carne en la palabra.
Esta magnífica propuesta debe ser compartida. Invito entonces al lector a esta aventura nueva y reconfortante de leer y gozar intensamente, la poesía de Ana Rosa Bustamante.
Juan Cameron
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